El pingüino es un animal simpático. Medio pájaro, medio pez, va por el mundo caminando como Fraga sin tenerle miedo a nada, ni siquiera al cambio climático. Hay quien lo considera una de las criaturas más tontas del planeta, de ahí su apelativo de "pájaro bobo", aunque yo no comparto esa apreciación. Puede que tenga la desconcertante costumbre de quedarse empanado mirando al cielo durante horas, pero eso no significa estupidez, sino más bien facilidad para la concentración, como los monjes budistas. De todos modos, bobo o listo, hay una verdad impepinable: el pingüino mola.
La primera vez que ví especímenes en vivo fue una situación un tanto desconcertante: esperaba que saliesen del agua a una velocidad de vértigo y se arrastrasen surfeando boca abajo por el hielo como suelen hacer en los documentales de La 2; sin embargo, lo que me encontré fue a unos bichos despelurciados obsesionados con arrascarse insistentenente el pecho con una cristalera. Era algo raro, sin duda, pero no los juzgué, los hombres solemos arrascarnos cosas peores cuando vemos la tele y no nos avergonzamos de ello.
Independientemente de sus costumbres epidérmicas, lo que está claro es que el pingüino rezuma simpatía por todas sus plumas. Tal es así, que hasta la propia pronunciación de su nombre se hace agradable al paladar: "pin-güi-no", "pin-güi-no"...Yo, en días ociosos, me puedo pasar horas repitiendo este precioso vocablo e incluso cuando me crezco, lo intento en el idioma de Shakespeare: "pen-guin". Es lo que tiene ser políglota.
Pero sin duda alguna, si tuviese que quedarme con una sola de entre todas sus cualidades, elegiría aquella que hace del pingüino el único animal que ha dado nombre a un traje de gala: su elegancia. Es lo que más me gusta de él: La elegancia del pingüino.
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