LA ELEGANCIA DEL PINGÜINO: PERÚ (III): 9 de Marzo. Lima-Iquitos.

domingo, 18 de abril de 2010

PERÚ (III): 9 de Marzo. Lima-Iquitos.


Al día siguiente volamos a Iquitos con una compañía peruana, Star Perú. Esperando para embarcar comprobamos lo que sería una realidad durante todo el viaje: la puntualidad no va con los peruanos. Mamita, me estás estresando… Por no hablar de lo que definimos como “el impuesto revolucionario aéreo”. En Perú no se incluyen las tasas de aeropuerto en el billete. O quizás sí. Quién sabe. Lo que está claro es que tendrás que pagar unas tasas antes de subirte al avión. Siempre. Y por supuesto, hay que esperar cola. Papito, me estás estresando...

Una vez en el aire, el vuelo trascurrió con normalidad, coca-cola y pincho incluido. Nada más aterrizar, el personal del aeropuerto reclamó nuestra presencia a través de la megafonía del avión. Algo raro pasaba. Acudieron entonces a mi cabeza imágenes del programa de National Geographic, Encarcelados en el Extranjero, a la vez que resonaban también las míticas palabras de mi madre: “ten cuidado, que en esos países te meten droga en la maleta”. Al final no era para tanto. Al pie del avión un operario del aéropuerto nos dijo que nuestro vuelo de vuelta se adelantaba dos horas. National Geographic tendría que esperar.

Iquitos se encuentra al noreste de Perú, en Loreto, el mayor departamento de todo el país. Es la ciudad más grande del mundo a la que no se puede acceder por tierra, lo que se traduce en una urbe de 400.000 habitantes en el corazón de la selva amazónica. Su única vía de acceso es el barco o el avión. Iquitos fue fundada en 1750 por los jesuitas españoles con fines evangelizadores, y a partir de 1870 conoció un desarrollo espectacular con la “fiebre del oro verde”, como se conoció al Boom del caucho. Sería entonces, y hasta el estallido de la I Guerra Mundial, cuando se formase el trazado urbano de la ciudad y se consolidase su actual carácter cosmopolita. Fueron años, dicen, de opulencia y miseria. Tan rápido como se enriquecían los empresarios del caucho, morían los trabajadores, que eran tratados casi como esclavos. Y esa opulencia es todavía visible en los grandes caserones de estilo francés que se encuentran en el centro de la ciudad, o en el espléndido y decadente malecón a orillas del río. El chollo se terminó cuando un avispado empresario británico sacó de estrangis semillas de caucho y las plantó en lugares más fáciles de cultivar que la cuenca amazónica (o sea, en cualquier sitio). Iquitos sobrevivió como pudo en las décadas siguientes, hasta que en los años 60 experimentó un nuevo boom revitalizador gracias al descubrimiento de petróleo, lo que repercutió en su prosperidad y modernización. En los últimos años, el turismo se ha convertido en una importante fuente de ingresos, de ahí que los viajeros, al igual que hicimos nosotros, visiten Iquitos para recorrer el Amazonas y conocer sus selvas.

Nos habían advertido que la primera impresión de Iquitos era impactante: "os váis a descojonar". Y nos descojonamos. Para empezar, el aeropuerto no era lo que se dice grande. Ni siquiera pequeño. Era un aeropuerto, y punto. Aeropuertín. Habíamos visto reportajes acerca de la ciudad y sus modernos servicios; entre ellos uno de su “nuevo” aeropuerto. Y cuando comprobamos en vivo cómo era, alucinamos. Nos sentimos como cuando vas al McDonals y pides esa pedazo hamburguesa que sale en los anuncios, pero que cuando te la ponen delante compruebas que es enana y raquítica. Pues lo mismo. Aquella no era la hamburguesa que habíamos visto. Para acabar de consolidar la imagen de vanguardia tecnológica, nuestras maletas facturadas nos fueron entregadas en mano. Ni rastro de cinta transportadora. ¿Quién la necesita? Salimos al exterior y pillamos el taxi enviado por el hotel, que ya estba esperándonos.

A decir verdad, y pese a lo evidentemente cutre que parecía todo, aquello funcionaba. Lo demotraba el aviso del retraso del vuelo de vuelta y la rápida gestión maletas-taxi. Iquitos funcionaba.

Ya de camino al hotel comprobamos que los coches en Iquitos brillaban por su ausencia. Allí lo que abundan son los Moto-taxis, unos velocípedos a medio camino entre la moto y el carro, en la mejor línea tailandesa, que pueblan de tal manera la ciudad que son conocidos como “mosquitos” por el incesante zumbido que les acompaña.

Nos hospedamos en la Casona de Iquitos, un barato y agradable hotel a una cuadra escasa de la Plaza de Armas (punto neurálgico de la vida iquiteña). Pese a que al llegar al hotel lo primero que dije fue que tenía “el encanto de lo cutre”, siendo justos debo reconocer que era un lugar perfecto, con amplias habitaciones y un patio interior precioso. Tenía todo lo que una persona puede necesitar: limpieza, servicio propio, agua caliente, televisión internacional, internet y, algo que no tenía precio en lugar con unas condiciones climáticas tan extremas: aire acondicionado. Porque no olvidemos que llegar a Iquitos era llegar a la selva amazónica. Era llegar a un sitio donde no se bajaba de los 35 grados y la humedad rondaba el 100%. Era moverse y morir en el intento bañado en tu propio sudor. Aquello era Vietnam, solo que el Vietcong lo formaban insectos coleópteros de medidas imposibles. ¡Era un infierno! ¡Dios mío! ¡No siento las…! bueno, vale, no era para tanto. Pero hacía un calor y una humedad insoportables.

Esa tarde, dimos un paseo por el Malecón, cerca de la Plaza de Armas, donde nos ofrecieron lo típico que se ofrece a un turista en Perú: pulseras, ropa, marihuana, farlopa… Nos quedamos flipados cuando vimos lo que nuestros avizados ojos de intrépidos exploradores automáticamente identificaron como el río de los ríos, el Amazonas. Qué grande, qué color, qué pasada. Luego comprobamos que aquello era una riachuelo que hace las veces de afluente del mismo. Un pequeño error de cálculo.

De noche, haciendo caso a la Lonely Planet, nos acercamos hasta un restaurante que combinaba comida internacional y gastronomía local. Poseído como estaba del espíritu del Ultimate Survivor, dije que qué cojones, que yo probaba lo que hiciera falta. Así que pedimos diferentes cosas, entre ellas lagarto (que luego descubriríamos que era Caimán). Y ahí estaba yo, pim-pam-pim-pam, comiendo los entrantes a base de patatas, maíz y salsas raras, hasta que llegó el lagarto. En ese momento, por una especie de visión mística que me llegó desde lo más profundo de mi estómago, decidí, generosamente, que fuese David el que disfrutase en solitario de tal manjar. No era plan de comerlo yo todo. Por lo visto, el lagarto estaba rico. El lagarto o lo que fuese, porque estaba toda la carne rebozada y no había forma de distinguirlo. Una lástima habérmelo perdido.

1 comentario:

Anónimo dijo...

cayaaa cholitaa qnuncaa aviajadoo en avion