LA ELEGANCIA DEL PINGÜINO: Serie Negra (IX): A Trancas y Barrancas

martes, 16 de febrero de 2010

Serie Negra (IX): A Trancas y Barrancas


Se quedó largo rato sentado en el suelo, desorientado. Según se le iban aclarando las ideas el contenido del sueño perdía su batalla con la razón. Pero aquél nombre, Alicia, seguía resonando en su mente, y su instinto de sabueso le decía que tendría algo que contar en su historia.

Cuando se levantó, un intenso dolor le atravesó la cabeza. El golpe había sido demasiado duro. Se palpó la frente y notó un prominente abultamiento. El espejo del despacho no hizo sino corroborar lo que pensaba: tenía la cara del Jorobado de Notredame. Detective Quasimodo en acción.

Aún aturdido, salió del despacho con movimientos mecanizados. Tan ensimismado estaba en sus pensamientos que al cerrar la puerta se pilló los dedos de la mano derecha. Perfecto, pensó, además de desfigurado, manco.

Aún maldiciéndose por lo que sus allegados solían llamar el efecto Mr. Bean -es decir, una facilidad innata para hacer de la situación más sencilla un verdadero peligro físico para su persona- salió del edificio y encaminó sus pasos en dirección al callejón donde Belarmino Arnau aparcaba su coche cuando iba al despacho. Tan atontado estaba, que no vio la alcantarilla a medio cerrar que le esperaba al doblar la esquina. Por supuesto, su pierna consideró divertido meterse por el hueco de la cloaca. Para Sócrates no tuvo tanta gracia. Se incorporó como pudo, mudo de dolor. Cerró la tapa de la alcantarilla lleno de ira y maldijo para sus adentros. Intentó caminar y comprobó que entre sus nuevos superpoderes se encontraba la cojera. Feo, manco y cojo. La Cosa al rescate.

La situación no podía ser más patética. Su mejor amigo y mentor estaba desaparecido, posiblemente en peligro de muerte, y él apenas era capaz de salir de su despacho en pie, y no precisamente porque huestes enemigas se las hiciesen pasar canutas. Así no iría muy lejos.

Sus deprimentes pensamientitos quedaron interrumpidos cuando sus ojos descubrieron al final del callejón el coche de Arnau. Allí estaba, el Cadillac Deville del 66. Su posesión más querida. La niña de sus ojos. Pero aquello no era normal. Belarmino nunca dejaba a la intemperie su coche durante toda una noche. Si estaba allí, era porque esa mañana se había acercado hasta el despacho.

Zacarías se aproximó y comprobó que el auto estaba cerrado. Lo que pudo ver del interior no le dio lugar a conjeturas: estaba impoluto, como siempre.

Necesitaba reflexionar.

Belarmino Arnau había retirado esa misma mañana, en el cajero junto a su casa, una cantidad que se suponía era la que pagaba cada mes durante los últimos 7 años, a la mujer de las caderas de la perdición. Había utilizado su coche, como era costumbre, para acercarse a su despacho y efectuar el pago en persona -como corroboraba la presencia de la mujer- y verse con su pupilo para comunicarle el asunto “gordo” que tenía entre manos. Pero algo le había sucedido en el intervalo de tiempo trascurrido entre aparcar en el callejón y la llegada de Zacarías al despacho. Algo que le había hecho no pagar, como era su intención, esa "deuda permanente" con la mujer. Por lo tanto, las palabras de su agenda -“límite para pagar: 24 horas, sino caput”-, tenían que ser un simple aviso, un recordatorio del propio detective, no una amenaza. Pero las cuestiones se multiplicaban: ¿Qué o quién le había impedido hacer el pago? ¿Quién era esa mujer y por qué tenía una deuda con ella? ¡¿Dónde cojones estaba Belarmino Arnau?!

(...)

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